Las lágrimas de la bella surafricana Charlene Wilttock en la iglesia Santa Devota de Montecarlo coparon las pantallas y las portadas de las revistas ilustradas de todo el orbe. La emoción de la ya princesa de Mónaco y el contraste con el hieratismo de su regio esposo, al que bien su timidez o un acendrado sentido del deber mantenía al margen de cualquier mínima emoción, han dado pábulo a una riada de comentarios y disquisiciones sobre la compenetración o alejamiento de esta rutilante pareja.
Más allá de su carácter anedóctico, las lágrimas de la bella nadadora versus el autismo de su cónyuge serenísimo ilustran la importancia de la imagen en todas aquellas personas que están sometidos a una permanente exposición pública. Los consultores de comunicación nunca insistiremos lo suficiente en subrayar a las personas que confían en nosotros para su adiestramiento y formación en Medios en cómo todo comunica: el mensaje, pero también el gesto, la apariencia, la actitud. Las personas públicas tienen lamentablemente que lidiar permanentemente con esa servidumbre de sobreexposición que no admite descuidos o relajos. La imagen de la ex vicepresidenta Fernández de la Vega regañando a una contrita ex presidenta del Tribunal Constitucional, Maria Emilia Casa, hace algunos años en el desfile de las Fuerzas Armadas, captado por el ojo del gran hermano televisivo, sirvió para lanzar furibundas críticas que denunciaban la subordinación del poder judicial al ejecutivo.
No son ajenos a este capítulo de gazapos, los archiconocidos deslices ante micrófonos abiertos, inoportunos testigos del descuido o relajo de nuestros políticos o empresarios, cuando se sienten libres del riguroso corsé mediático. Del manda huevos al más reciente no tenemos ni un p… duro, los ejemplos son abundantes y darían de sí para nutrir un jugoso catálogo. En el imperio de la imagen y de los micrófonos, los descuidos se pagan y la atención debe extremarse, en el gesto y la palabra. La contención siempre recompensa.
