He intentado imaginarme cómo percibirían los “cuarentones” de hace 100 años los coches, los aviones… incluso la recién adoptada iluminación eléctrica. O, más en mi terreno, el teléfono, la radio, la televisión… Cosas que forman parte hoy de nuestra cotidianeidad y que entonces, seguramente, verían como “extrañas”; útiles, pero raras o, incluso, prescindibles.
Viene a cuento esto de una conversación que escuché días atrás en el Metro a dos mujeres de unos cuarenta años hablando de sus experiencias con Facebook.
Una de ellas, la más locuaz de las dos y con un volumen de voz digno de un buen mitin, contaba sin pudor los reencuentros con antiguos novios y “novietes” -expresión textual- gracias a la Red, en la que era novata por lo que pude entender. Y unas risas de ambas entre “lo colgado que estaba éste” y “los celillos que le entran a mi marido”. ¿Soy una cotilla? Lo niego: era imposible no escucharlas en cinco metros a la redonda.
En un momento dado, la más prudente en cantidad y volumen de sus comentarios, respondió a su interlocutora: “ten cuidado con lo que dices en las Redes, que todo queda; no se borra nada”. “¡Si lo sabre yo!”, pensé. Cuantos problemas de reputación nos encontramos en empresas que se han tomado las Redes a título de inventario y luego piensan que todo se arregla con un “programita” que borre lo que han dicho sus imprudentes directivos o lo que han opinado sus clientes y consumidores potenciales. ¿Por qué es tan difícil hacer entender a los gestores de empresas e instituciones que lo que dicta el sentido común para lo personal (el comentario de la mujer) es igual de aplicable en lo corporativo?