Cinco Días – Benito Berceruelo, CEO de Estudio de Comunicación.
Debidamente regulada, la influencia lícita sobre la actividad legislativa o ejecutiva es beneficiosa para el ciudadano y para la calidad democrática del país
Los últimos casos judiciales y mediáticos han vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre la práctica del lobby en España. Como ocurre con demasiada frecuencia en nuestro país, ante la alarma social, los políticos reaccionan con promesas y actuaciones apresuradas, intentando solucionar con urgencia asuntos complejos que no han arreglado en años y que han sido aplazados por unos y otros Gobiernos. Aplicando el llamado efecto péndulo, es muy frecuente que pasemos de un extremo al otro y cambiemos la permisividad más absoluta por la regulación extrema.
El lobby está regulado y admitido en el mundo anglosajón desde hace muchos años, y en países como Estados Unidos y Gran Bretaña funciona razonablemente. En ellos es normal que algunos profesionales, después de ejercer en la Administración cargos públicos y tras un periodo de incompatibilidad, se dediquen a representar los intereses de empresas, organizaciones e incluso países ante los distintos estamentos oficiales de su país.
Lo hacen por delegación de sus clientes, y su trabajo va claramente dirigido a influir en las decisiones políticas. A nadie le extraña y nadie se raja las vestiduras. Los profesionales que durante unos años se dedican a la cosa pública tienen derecho a seguir viviendo y trabajando, ejerciendo su actividad profesional en el ámbito de su formación y su experiencia, siempre que lo hagan respetando las leyes y dentro de la ética que se debe exigir a cualquier profesional.
En España, a base de demonizar las llamadas puertas giratorias, estamos creando una casta política, compuesta por personas que no saben hacer otra cosa, y estamos alejando de la gestión pública a todos los profesionales que no quieren ver su vida expuesta y que no quieren ser atacados por ejercer su profesión libremente después de haber desempeñado un cargo público.
Profesionales de gran valía, como los que tuvimos en la transición dedicando unos años a su país en puestos públicos, ya prácticamente no existen en España. Y eso es muy malo para nuestra cosa pública. Necesitamos gestores al frente de las Administraciones, no políticos que no saben hacer otra cosa que pelearse en las redes sociales e insultar en el Parlamento.
El nuestro es uno de los escasos países que tiene tipificado como delito el llamado “tráfico de influencias”, un concepto vago que hace todavía más profundo el abismo entre la actividad pública y la privada, separando en dos mundos lo que debería ser una cosa compatible y normal.
España necesita regular la actividad de lobby. Con seriedad y rigor. Sin poner puertas al campo. Los límites ya los establece la Ley. Las empresas, las instituciones, los ciudadanos en general tienen derecho a hacer llegar a los legisladores y a los gobernantes sus puntos de vista y a defender sus intereses para que los administradores de lo público puedan dictar leyes equilibradas y justas. Y los gestores públicos, para dictar esas leyes justas, necesitan conocer las demandas y las peticiones de los ciudadanos.
Que haya profesionales que legalmente canalicen esas voces y ayuden a las empresas a mantener la comunicación con las Administraciones es lícito y debe ser legalmente permitido y regulado. Porque es bueno para todas las partes, y es beneficioso para el ciudadano y para la calidad democrática del país.
Si hay personas que ejercen esa actividad de manera ilegal, sobornando a funcionarios, deben ser perseguidas y condenadas, como se debe hacer con cualquier delincuente. La existencia de una manzana podrida no puede llevarnos a tirar todo el cesto de manzanas a la basura; sería injusto y perjudicial para todos.