Tengo un libro en mis manos y no hay un lugar comparable para albergar un pétalo descolorido y marchito, un recuerdo querido que depositamos entre sus páginas en un momento de dulce melancolía. Ni para subrayar, como hendidas en la corteza del árbol de nuestras citas amorosas, frases que son emociones, que son pasiones o vivencias. Es, por otra parte, insustituible como objeto arrojadizo contra quien nos irrita de forma insufrible, y, además, muy contundente si es grueso, de tapa dura y se acierta en el lanzamiento. Y de lucir en la estantería del despacho o del salón, ni hablamos.
Me refiero al libro, al de toda la vida, al de papel cuché o papel biblia o papel pergamino; al encuadernado en rústica, en tela, en piel; buen amigo en la infancia y fiel compañero en la vejez. También, al que, por ejemplo, encierra un misterio, una trampa mortal, en una abadía del medievo o al que los liberticidas de siempre quieren quemar para llevarnos a la esclavitud del mundo feliz, eso sí, a 451 grados Fahrenheit. Y, en la mitad de la medida, que, caramba, es un casi libro, también me refiero al e-book, al encerrado entre circuitos (también impresos) y microchips apabullantes que conforman memorias capaces de almacenar simultáneamente las obras de varios autores.
Es el contenido y no el continente lo que forma el alma y el cuerpo del libro. Lo otro es el ropaje, en este caso el pret a porter, nada desdeñable, que nos dará comodidad, ahorrará espacio y, previsiblemente, fomentará la lectura. Bienvenido. Pero este nuevo libro, moderno y guay, no tiene la capacidad de provocar ciertas sensaciones que nos proporcionan algunos de nuestros sentidos, como el olfato y el tacto. ¡Qué le vamos a hacer! Tampoco el e-book es perfecto.
Aunque recién nacido, la industria editorial ya lo teme y los modernos jalean su aparición. Sin embargo, la imprenta seguirá funcionando, las tintas trazando por sus llanuras blancas y los editores haciendo cábalas de tiradas. Y, además, sin el problema de las descargas.
No teman los bibliófilos, que el libro tradicional sobrevivirá aunque, tal vez, la industria tenga que buscar fórmulas de adaptación para la convivencia de ambos soportes. Eso dicen algunos considerados expertos y yo bien que me alegro, pues son muchos los que ya lo han sentenciado a muerte por obra del antedicho e-book fraticida, que es electrónico pero es un casi libro.
Allá por los 70 del siglo pasado y en plena efervescencia de la televisión, los Buggles pusieron de moda una erróneamente premonitoria canción con la que sentenciaron que el vídeo mataría la estrella de la radio. No fue tal. Como en El Tenorio, el muerto que el conjunto estadounidense mató goza aún de muy buena salud.
¿Morirá el libro de papel dejando yermas tantas bibliotecas, bien del barrio bien de Alejandría? ¿Dormirán los nuevos libros en un lecho de gigas y vagarán eternamente por el ciberespacio? Parece que no, que habrá convivencia y nadie matará a nadie.
Lo siento muchachos, esta vez no habrá, como decíais en vuestra canción, corazones rotos por ningún asesinato.