Es una perversión tan vieja como el mundo la de sustituir por sucedáneos, consciente o inconscientemente, las esencias del idioma. ETA habla en sus manuales de lucha armada para encubrir el terrorismo; Goebbels llamaba al exterminio de judíos, en alemán eso sí, redención de la humanidad.
Esta referencia a prácticas tan aberrantes como las descritas al principio no es, no puede ser en modo alguno, símil de lo que a continuación se plantea, sino sólo recuerdo de que la poesía y la palabra son, como dicen los versos de Gabriel Celaya, un arma cargada de futuro, un arma que mal empleada puede herir, esperemos que no mortalmente, nuestra Comunicación en castellano.
Este post (artículo o comentario) sólo es un modesto toque de atención que hemos de hacernos sobre el cuidado del idioma por el mal uso nuestro de cada día, inconsciente sin duda, en el periodismo y en la Comunicación en general. Pecado venial cotidiano cuyo origen puede ser fruto de un afán esnobista o de la prisa y ligereza para adaptarse a la evolución constante del lenguaje. Bien es verdad que la tecnificación y globalización de la Comunicación hacen inevitable, aunque no siempre, expresarse en términos generalmente en forma de anglicismos para ser comprendidos; y cuando no hay término sustitutivo con el mismo significado, no queda otro remedio.
Poco a poco nos estamos acostumbrando a llamar correo electrónico a lo que innecesariamente denominábamos email o seguidor a la persona señalada con horrible palabro de follower, pero aún nos queda para desterrar a los influencers o los stakelholders por los influyentes o los interesados (públicos objetivo, mejor) y a otros.
Comprendiendo la dificultad y el mérito de lidiar lingüísticamente con la terminología de moda para ponerse a la altura de ciertos interlocutores sin parecer un ignorante, tratemos de acercarnos en román paladino al uso de la terminología de la llamada sociedad de la información, sobre todo para informar e informarnos mejor.
Por terminar de forma desenfadada diré lo que sucedió en un bar de un pueblo, no importa cuál. Cuando tan de moda estaba el francés, se instalaban en los servicios de los establecimientos con inquietudes por la higiene pública unas vistosas cisternas con sofisticadas cadenas rematadas por tiradores ostentosos con la palabra tirez muy diminutamente estampada. El dueño del bar, hombre de mundo pues había estado en Francia, puso, ni corto ni perezoso, un enorme cartel con instrucciones muy visibles y esmerada caligrafía: “Por favor –decía-: al finalizar tiraz del tirez”. Un parroquiano guasón dejó el mensaje de respuesta: “Pues yo no he encontrado el tirez pero he tirado de la cadena y funciona”.
Por Ramón Almendros, director de Estudio de Comunicación España.
@RamonAlmendros