Comunicación política en televisión en la era de la posverdad

Todo comenzó en 1960. El 26 de septiembre de aquel año,  sesenta millones de norteamericanos vieron el primer debate político en televisión. Los candidatos se exponían, por vez primera, ante una audiencia masiva, expectante. Kennedy vs. Nixon en la sala de estar, sin salir de casa. La incipiente demoscopia de aquellos años dictó un veredicto que reveló la naturaleza y el alcance del nuevo medio. Quienes escucharon el debate por la radio aseguraron que lo había ganado Nixon, sin embargo, quienes lo vieron  por televisión respondieron abrumadoramente a favor de Kennedy. Era la primera vez que competían por la Casa Blanca dos candidatos nacidos en el siglo XX. En ese preciso momento también nació la comunicación política en televisión.

Casi seis décadas después, en la era de la posverdad, de las pantallas en la palma de la mano, la televisión es aún un espacio deseado por el poder político. Se han abiertos nuevos y complejos frentes y quienes pugnan por el voto están en ellos, pero la televisión generalista, ahora llamada lineal, es el único medio que garantiza que la imagen de los líderes y sus mensajes llegan a un amplio grupo de electores que no consume información en otros soportes.

Como instrumento para la difusión de sus mensajes, la televisión lineal es –aún- el espacio mas amplio en el que se encuentran la política y los ciudadanos. ¿Cuánto valor resta a esa dimensión la tendencia creciente a la fragmentación de las audiencias y la constante aparición de los nuevos medios? Mucho, pero no ataca, de momento, su principal cualidad: audiencias masivas en los grupos de edad y en el perfil social de las personas menos proactivas, de aquellos que no buscan información, pero que tampoco la rechazan si les llega en directo cuando es relevante. Los números lo demuestran. A la hora del almuerzo y de la cena suman más de siete millones los espectadores que -en una u otra cadena- han visto un informativo.  Ningún otro medio asegura esa cobertura, esa potencia de disparo.

Cierto es que ocupa con urgencia atender la abrumadora evidencia de la influencia en la vida pública de los nuevos medios. Han desaparecido los filtros y los canales de información discurren a través de plataformas en red en las que se comparte todo, el abundante ruido y la escasa relevancia. Las redes, a mano de todos en la pantalla del teléfono, propagan bromas, bulos, noticias interesadas y todo lo que se pueda compartir en círculos de confianza. Sin pudor, sin referencia necesaria a lo que es cierto. En ello están los centros de poder. En  definir estrategias claras en un mundo confuso, en el que todo funciona por retroalimentación.

Con ese incómodo territorio a mano, la televisión es directa, fácil y barata. Los avances técnicos han permitido que los grandes partidos tengan un acceso ilimitado a ella. Producen la propia señal de sus actos y envían directamente las imágenes, en tiempo real, a las grandes cadenas.  No hace falta nada más. Si el presidente del gobierno o el líder de un partido comparece en público nada impide que a esa hora, sin apenas coste para las televisiones, éstas emitan en sus programas de actualidad todo lo que reciban y consideren relevante.

Los medios, la información y la actualidad, funcionan por acumulación. Se agolpan los mensajes, se solapan, se distribuyen en plataformas que no dejan de reproducirse y obligan a mutar a los medios tradicionales, pero no los sacan del camino, al menos no del todo. También la televisión fue un nuevo medio, también se dijo entonces que su llegada certificaba la muerte segura de la radio. No ocurrió, como tampoco está ocurriendo que los nuevos medios hayan aniquilado el poder de la televisión.

El medio se reinventa. El debate político, azuzado por la ilimitada abundancia de soportes que ofrece la sociedad del espectáculo, se ha hecho fuerte en televisión en un avanzado concepto que mezcla el entretenimiento con la trascendencia de los asuntos públicos, la polémica con el espectáculo. También en política el conflicto se ha convertido en un guión imbatible. La telerrealidad, un género de televisión voraz y ambicioso, ha atraído hasta el escenario de su teatro sin fin –y como personajes imprescindibles- a los responsables de los asuntos públicos o de quienes aspiran a gestionarlos.

Hay una paradoja que explica porque la televisión -entendida en su versión mas tradicional- aún es crucial para las instituciones de naturaleza política. En el argumento mas extendido para su descrédito se la presenta como un medio que se va limitando a espectadores de muy avanzada edad, de escasos niveles de instrucción y poco poder adquisitivo. A menudo se les localiza fuera de los ámbitos urbanos y con limitadas opciones a un ocio alternativo al que ofrece la televisión. Es cierto, muy cierto, pero ocurre que esos perfiles que no acceden a los nuevos medios y solo ven la televisión forman un grupo cuantioso y determinante en unas elecciones. Con ayuda del modelo del profesor D´Hondt es un hecho que los mayores y los votos de las circunscripciones pequeñas deciden las elecciones.

Si en 2014 hubieran votado solo los menores de 45 años habría ganado Podemos. Pero los mayores votan y son muchos. Tantos, que ellos deciden. Los principales actores de la política no lo ignoran.

Por Alejandro Dueñas, jefe de informativos de fin de semana de Antena 3.

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