Día de Muertos

El fin de semana pasado, por la Avenida Reforma (vía emblemática de la Ciudad de México), 500 mil personas presenciaron la tercera edición del “Desfile de Día de Muertos”. En su momento cuestionado (algunas voces lo calificaron como un evento vilmente inspirado por el filme Spectre de James Bond), el cortejo se ha ganado un lugar en el gusto de los mexicanos; este año, en su tercera edición, la audiencia del espectáculo se estimó en casi dos millones de espectadores.

Aunque se trata de una expresión reciente, el desfile expone y expresa mucho de la cultura mexicana inspirada en la muerte: con profundas raíces en la tradición, pero siempre abierta a nuevas expresiones y símbolos, ingredientes que no dudará en tomar y reinterpretar.

El Día de Muertos tiene sus raíces en la era prehispánica de México. Las culturas de aquellos días creían que la muerte no es el fin de la existencia, sino simplemente el inicio de una nueva etapa; y, por eso, más que asumirla con dramatismo, se le debía mirar con calidez e incluso con humor.

Dicha fase inicia con un viaje hacia el más allá, de ahí que el fallecido requiriera alimentos, adornos y regalos (para los dioses que atestiguaban la transición) para el camino. Un aspecto del rito que persiste hasta nuestros días, es el montaje de altares a través de los cuales las familias mexicanas colocan ofrendas -en casa o en los cementerios- para los seres queridos que ya no están entre nosotros.

Y si bien expresan varios elementos de la tradición original, como los alimentos y los adornos (como la flor de cempasúchil, típica de esta celebración), las ofrendas son homenajes que no descartan la actualización. Por ejemplo, en estos altares ya no es raro encontrar playeras de equipos deportivos (la escuadra a la que seguía el fallecido) o, en el caso de ofrendas para niños, figuras de superhéroes (personajes que el infante admiraba). Al final del día, en casa o en el camposanto, las ofrendas tienen un mensaje implícito: no olvidamos a nuestros muertos, y en los primeros días de noviembre los recordamos con especial cariño y los consentimos con aquello que los hacía felices cuando nos acompañaban (un trago de tequila o mezcal, música, flores, tacos, golosinas, etcétera).

La fortaleza del Día de Muertos también aguanta los embates de la celebración estadounidense Halloween, que, impulsado por un poderoso mecanismo de mercadotecnia y publicidad, no ha logrado desplazar a la tradición milenaria. Aunque forma parte de las celebraciones de muchísimos mexicanos, Halloween no parece una amenaza muy peligrosa para los disfraces de catrina (esqueletos festivos y ataviados de miles de maneras), las calaveras de azúcar (golosinas en forma de cráneo), las ofrendas, las reuniones familiares en el cementerio (con música y comida), entre otros rituales de la temporada. De hecho, hay costumbres de ambas tradiciones que simplemente han terminado por mezclarse, por ejemplo: niños que salen a la calle para pedir golosinas durante estos días, han erradicado la manera del anglosajón Trick-or-Treat, y que ya frente a una casa solicitan los dulces con una frase que dice “¿no me da mi calaverita?” La imagen es indudablemente curiosa: mientras algunos pequeños se disfrazan a la manera mexicana de la calavera (sí, como en la película CoCo), otros prefieren disfrazarse de Dráculas, Hombres Lobo, Chuckys y Jasons; pero, eso sí, todos “pidiendo calaverita”.

Andrés Piedragil, consultor y editor de contenidos de Estudio de Comunicación México.

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