El discurso presidencial: reír por no llorar

El humor no solo provoca un refuerzo de los lazos existentes en un grupo por la confianza que da el reírnos juntos, sino también por ser capaz de señalar a aquellos que no pertenecen a nuestro grupo. Al bueno. Al mejor. En el discurso político el humor puede convertirse en una eficiente herramienta para unir a nuestra audiencia y separarla de la oposición. Se trata de un uso retórico que no busca expresar una idea concreta, o disuadir a nuestro público, sino potenciar la rivalidad con el grupo vecino. Según Jon Lovett, redactor de los discursos de Obama que ahora trabaja como guionista de comedias en la NBC, «si puedes hacer reír a alguien de algo que tu oponente o tu oposición piensa, eso significa que has hecho un muy buen trabajo en señalar qué está mal en su argumento o posición». Evidentemente, en todo humor, y especialmente en el político, estas tres grandes teorías juegan a la vez, y consiguen explicar solo parte de las funciones del humor. El humor tiene una función dual, que va desde la unificación a la división, en un continuo y sin ser factores excluyentes. Tiene efectos positivos y negativos, y hasta neutrales, si lo entendemos como una forma adicional de clarificar un mensaje. El humor es un mecanismo complejo que, bien utilizado, permite generar confianza en nuestra audiencia, relajarnos, unir a nuestro grupo, vender mejor nuestras ideas. Tiene un elemento bipolar, puede hacer la política más amable, o potenciar rivalidades. El uso del humor puede dañar la democracia o afectar la eficacia de un mensaje. Según los teóricos en la materia, puede caerse en: Mensajes egocéntricos, no inclusivos: cargados de abuso de centralidad gubernamental y no inclusivos para la ciudadanía, deformados en la contextualización, con un exacerbado egocentrismo que los motiva y que puede generar una ciudadanía explícitamente pasiva.

 

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