Para los que hemos cursado la EGB, las anexiones territoriales, como por ejemplo la de los Sudetes, eran algo antiguo, relegado a estudiarse en los libros de historia y sobre lo que, como mucho, se profundizaba para subir nota en la enciclopedia Laorusse.
Estoy segura de que, para las generaciones más jóvenes, las anexiones que Vladimir Putin está consumando y escenificando megalómanamente, serán algo más que un capítulo en los libros de historia.
La guerra en el siglo XXI no solo se libra en el campo de batalla, también se lucha a través de los televisores de los espectadores del mundo entero, que son testigos en tiempo real de cómo se lleva a cabo una anexión territorial, me refiero como no, a lo que está pasando en las cuatro regiones de Ucrania que el Kremlin ha hecho suyas.
Primero se celebra un referéndum ilegal cuyo resultado ya se sabe de antemano, después se anuncia dicho resultado y en último lugar se organiza un macroevento cargado de simbolismo con el que se ratifica ante la opinión pública rusa la citada anexión.
La consumación de estas anexiones en prime time, como demócrata y defensora de los derechos y libertades que cualquier ser humano merece, no puede sino indignarme, pero desde el punto de vista de la comunicación me parece de aterradora fascinación.
A nadie se le escapa, que solo la organización de tamaño evento en la plaza Roja ya ha debido costar más tiempo y recursos para poner en marcha y coordinar, que los propios referendos en sí.
Esa pasmosa facilidad para colarse a través de nuestras pantallas y acompañarnos en nuestra rutina, que es lo que sin duda buscarán los asesores de comunicación de Putin, es lo que hace de la comunicación siempre y especialmente en esta guerra, un arma terriblemente poderosa para lo bueno y en esta ocasión también para lo malo.
Ana Pereira, Directora en Estudio de Comunicación
