De la batalla por el relato a la oscuridad del siglo XIV

Apenas era un adolescente cuando leyendo El nombre de la rosa, la obra maestra de Umberto Eco, me costaba entender cómo en aquella abadía benedictina de la Edad Media se daba muerte misteriosa y sistemáticamente a todo monje que osara a poner su mirada en un libro, el segundo de la Poética de Aristóteles. En él se hacía una apología de la comedia, lo que a los ojos ciegos del viejo exbibliotecario Jorge de Burgos era un sacrilegio que había que castigar de alguna manera.

Detrás de esa cadena de crímenes estaba pues el fanatismo religioso de este siniestro personaje, que untaba aquel manuscrito con una potente sustancia tóxica que envenenaba a sus curiosos lectores cuando estos se lamían las yemas de los dedos para pasar las páginas.

El fraile franciscano Guillermo de Baskerville -inmortalizado de manera magistral por Sean Connery en la versión cinematográfica del libro- y su discípulo, el novicio Adso de Melk, desentrañan la razón de los asesinatos: el temor a la risa. “La risa mata el miedo, y sin miedo no puede haber fe, porque sin miedo al diablo ya no hay necesidad de Dios”, sentenciaba el venerable Jorge de Burgos. Sin entrar en disquisiciones filosóficas, de lo que se trataba era de aplacar el viento liberador del humor, de mantener el orden establecido, al fin y al cabo, protegiéndolo de cualquier conato levantisco que pusiera en cuestión sus fundamentos cimentados a lo largo de la historia.

Y aunque ese afán censorio parece circunscrito a los contornos de lo novelesco, como pieza esencial de una trama de suspense, en el fondo forma parte de la realidad actual. El debate sobre quién marca las corrientes de opinión, de si el maniqueísmo dirigido por determinados estamentos define inequívocamente la expresión correcta frente a la incorrecta, de si esa fijación es anacrónica en la sociedad actual de Twitter, Instagram o Facebook… esa controversia puebla las conversaciones de tertulias radiofónicas, espacios televisivos, páginas de periódicos, blogs y sobremesas familiares día sí y día también.

Hace apenas un mes, asistíamos perplejos a la noticia de que en Estados Unidos proliferaban las peticiones para restringir el acceso a ciertos títulos de bibliotecas escolares. En concreto, entre junio de 2021 y junio de 2022, se presentaron más de 2.500 instancias contra 1.261 títulos, la mayoría de ellos relacionados con la comunidad LGTBQ o protagonizados por afroamericanos. Irremediablemente, con episodios de este tipo, a uno se le viene a la cabeza la quema de libros por los nazis en la Opernplatz de Berlín en 1933, no sin notar ciertos escalofríos.

Pero no hace falta cruzar el charco para comprobar que uno está a merced de un mundo polarizado e intransigente, fagocitado por un extremismo ideológico burbujeante que desborda los canales impunes de las redes sociales, convertidas en cauces implacables para imponer la opinión propia a la del otro, en vez de para comunicar e intercambiar ideas.

La batalla por la supremacía del relato subyuga al individuo, ya sea prohibiendo libros como en el siglo XIV o recurriendo a «bots» -metódos, al fin y al cabo, más propios del pasado- para desacreditar posturas discrepantes. Todos sabemos a qué tipo de funestos acontecimientos nos ha llevado esa obcecación por coartar la libertad de pensamiento y expresión. Quizá vivamos sin ser plenamente conscientes de la amenaza que se cierne sobre nosotros ni de los dioses a los que rendimos culto.

Por Carlos López Perea, Consultor Sénior en Estudio de Comunicación

@clopezperea

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