Hay una cuestión que genera enorme curiosidad en el mundo de la comunicación y en el público en general: ¿por qué determinados temas captan súbitamente una atención desmesurada en los medios? ¿se trata de cortinas de humo con los que tapar otros asuntos que no se quiere que trasciendan? ¿quién está detrás de esas decisiones? Naturalmente, este debate se presta a pensar en conspiraciones orquestadas por poderes oscuros. Nos lanzamos a teorizar desde la comodidad de nuestros sofás sobre si el relato dominante sobre una cuestión sale del seno del Grupo Bilderberg, de la «agenda globalista» o de no se qué lobby con sede en Wall Street de quien se ha oído hablar pero a quien nadie realmente sabe poner cara. En suma, sucumbimos al argumento orwelliano de que estamos en manos de unos cuantos elegidos, las personas más influyentes del planeta, que rigen el destino de los casi 8.000 millones de personas que pisan cada día la corteza de la Tierra.
Seguimos aferrados a la creencia atávica de que, irremisiblemente, dependemos del capricho de divinidades legendarias, como sucedía con los cultos paganos en la Antigua Grecia. Quien construye el imaginario colectivo y, por tanto, la realidad que percibimos no somos nosotros, sino seres etéreos que dictaminan en las sombras el devenir de las sociedades. Ese es nuestro patrón de pensamiento, quizá porque no encontramos una explicación convincente para los misterios con los que nos topamos a diario. El mismo esquema espiritual que predominaba en las religiones ancestrales para interpretar los fenómenos de la naturaleza o la propia muerte.
«Nos están metiendo miedo constantemente», zanjaba el otro día un vecino. Que si la temperatura del mar ha subido con la olas de calor y, a su vez, las lluvias cada vez son más torrenciales; que si la viruela del mono se está extendiendo en Europa; que si las estelas que dejan a su paso los aviones, los llamados chemtrails, son en realidad resultado de la dispersión de productos químicos con la intención de hacer enfermar a la población, para un supuesto control mental o cambiar el clima… De pronto, se instalan esos relatos apocalípticos en las conversaciones de café, en la prensa diaria, en las tertulias televisivas mientras ocurren otras cosas.
Uno intenta buscarle algo de lógica y enfoque empírico al asunto y se acuerda de aquello que estudió en la carrera hace tres décadas: la teoría de la agenda setting. Una de las conclusiones de aquel análisis realizado por los profesores Donald L. Shaw y Maxwell McCombs durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 1968 es que los medios de comunicación de masas poseen una gran influencia sobre el público al determinar qué tiene interés informativo, con arreglo a tres funciones: vigilancia de un entorno, consenso entre sectores de la sociedad y transmisión de la cultura.
Sin embargo, en una época en la que impera el acceso a la información a través de internet, cuesta creer que todo el mérito de la difusión de estos temas proceda de un brainstorming en una reunión de banqueros, políticos y magnates de la comunicación sentados en los cómodos butacones de un distinguido hotel en los Alpes, donde establecen periódicamente el designio de lo que van a destacar los medios. Máxime, cuando cualquiera puede hacerse viral en Tik Tok contando su vida o criticando a quien le dé la gana.
Todos contribuimos a los rumores infundados dando clics a noticias que los propagan o retuiteándolas sin chequear su veracidad. Si encaja en el sesgo con el que estamos cómodos y el envoltorio de la “información” nos resulta atractivo, nos encarnamos en Hermes, el mensajero de los dioses del Olimpo. De Hermes procede la palabra «hermenéutica» para referirnos al arte de interpretar los significados ocultos. En otras palabras, es el dios de lo incierto. De ahí que, en nuestro papel de heraldos, tendamos a legitimar la transmisión de especulaciones en el entorno de medias verdades y rotundas falsedades en el que nos hemos acostumbrado a vivir. Eso también nos ha convertido en rehenes de la desinformación, así que a lo mejor también nos lo merecemos.
Por Carlos López Perea, consultor sénior en Estudio de Comunicación