Existe un intenso debate en nuestra sociedad, tanto a nivel nacional como internacional, sobre el difícil equilibrio que supone para los gobiernos combatir la desinformación sin cercenar la libertad de expresión. El próximo 3 de mayo se conmemora el Día Mundial de la Libertad de Prensa, una ocasión muy pertinente para profundizar en una disyuntiva que preocupa mucho a los ciudadanos: ¿vivimos en democracias en las que está garantizado el periodismo libre o existen resortes del poder que ejercen un creciente control sobre él ante la proliferación de fake news?
Según el Foro Económico Mundial, la desinformación se considera el principal riesgo mundial de cara a los dos próximos años. El organismo explica en su página web que la actual era digital ha revolucionado la forma de acceder a la información y de consumir noticias, lo que ha contribuido al “auge de ecosistemas mediáticos fragmentados y aislados que pueden simplificar cuestiones complejas”. Ese ha sido el caldo de cultivo que ha propiciado la propagación deliberada de noticias falsas o manipuladas, con la actual polarización como correa de transmisión de los discursos de odio.
Ante el peligro que esto supone para las democracias, los gobiernos occidentales han desarrollado regulaciones para combatir la desinformación en los Medios de Comunicación y en las plataformas digitales. El 8 de agosto de 2025 entrará en vigor la Ley Europea de Libertad de los Medios para garantizar la transparencia, independencia editorial y el pluralismo en la prensa. La normativa establece la creación de un Comité Europeo de Servicios de Medios para luchar contra la desinformación y proteger a los usuarios de contenidos dañinos. En España, su implementación irá en paralelo con el Plan de Acción por la Democracia anunciado por el Gobierno, que busca implantar medidas que refuercen la transparencia de los Medios.
Sin embargo, hay voces, entre ellas relevantes periodistas y líderes políticos, que han alertado de la delgada línea que separa lo que se considera «desinformación» y lo que es una expresión legítima de opiniones o críticas. En algunos países como Estados Unidos o Reino Unido, bajo la justificación de la protección de la verdad, se han puesto en marcha iniciativas con el “noble objetivo” de acabar con las fake news, que a menudo han afectado a Medios disidentes.
Al otro lado de la frontera, esto se ve sin tapujos como “censura social” que pretende silenciar la discrepancia de la narrativa oficial, creando un entorno controlado -opinión pública-, lo cual es también un riesgo claro para la democracia. La pérdida de pensamiento crítico se traduce en autocensura dentro del mundo del periodismo -no nos olvidemos que vivimos una oscura época de la cancelación- ante el temor a señalamientos por parte de las élites si no se respeta el estándar de “contenido correcto”. Con ello, no se lleva a término el principal objetivo de la libertad de prensa, que, en palabras de George Orwell, autor de la novela distópica 1984, actualmente tan de moda, es «la libertad de decir lo que otros no quieren oír”.
Lo ideal sería encontrar un equilibrio para combatir la desinformación sin que un exceso de regulación haga caer a los gobiernos en una suerte de “paternalismo informativo”, como si los ciudadanos fueran seres desvalidos y con las facultades intelectuales mermadas a la hora de discernir entre lo verdadero y lo falso. La autonomía individual es un elemento inherente de la democracia, tal como dejó de manifiesto el filósofo y sociólogo Alexis de Tocqueville en su obra La democracia en América (1835), en la que advirtió sobre el peligro de que la “tiranía de la mayoría” ejerza presión social con sus opiniones y decisiones, y acabe suprimiendo las libertades individuales. «En las democracias, el despotismo no llega por la violencia, sino por una incesante intervención del poder público en los detalles más pequeños de la vida privada”, afirmaba Tocqueville.
Aplicar contrapesos para proteger los derechos fundamentales en una realidad digital tan vertiginosa que, al mismo tiempo, exige acciones contundentes contra los bulos supone un desafío mayúsculo: lo que para unos son verificadores de hechos para otros es censura. El presidente de Meta, Mark Zuckerberg, decidió este año poner fin a la política de verificación de los posts que circulan por sus dos grandes redes, Facebook e Instagram, con el afán de “abrazar la libertad de expresión”, una medida que ha justificado como una consecuencia del “punto de inflexión cultural” al que, en su opinión, asistimos tras la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. No han tardado sus detractores en denunciar que esto deja impunes a los que difunden mentiras en dichas plataformas.
Mientras, una investigación periodística publicada en The Guardian ha desvelado que Google ha cooperado con regímenes autocráticos como Rusia y China eliminando en YouTube vídeos de manifestaciones antiestatales, lo que plantea serias dudas sobre el papel en la vigilancia de la desinformación por parte de los gigantes tecnológicos estadounidenses.
La desconfianza del público es máxima. La verdad siempre tiene incontables aristas y no es absoluta, por tanto es necesario más que nunca un enfoque matizado, en el que se ampare el derecho a la información veraz sin sacrificar las libertades fundamentales. Si no, cualquier iniciativa, por franco que sea su objetivo, estará bajo sospecha.
Por Carlos López, consultor sénior en Estudio de Comunicación.