Este artículo podría titularse también “cómo hacer una boda divertida e impactante”. Es la pequeña historia de un alcalde de pueblo, dicho sea esto con la mayor de las admiraciones, que dejó impresionados a poco más de un centenar de invitados de todas las edades por la estupenda gestión de la comunicación interpersonal que hizo.
Perdóneme el lector, antes de nada, por no citar nombres ni lugares, que uno un nunca sabe, si no pegunta (y yo no tuve oportunidad de hacerlo), si conculca el derecho a la intimidad de las personas, aún siendo para alabar sus actos. Así que dejemos la cita acerca del escenario en que se trata de una pequeña población de montaña en la Sierra Norte de Madrid. Nos reunimos con familiares y amigos para celebrar el matrimonio de unas personas próximas, que tienen en esa localidad su casa de fin de semana y vacaciones.
Fundido a negro y plano general de un pequeño y discretamente decorado salón de plenos municipal, que se fue llenado con más asistentes de los que cabíamos sentados. Luz de medio día. Novios y padrinos en primera fila, llegan la secretaria del Ayuntamiento y el alcalde, con pinta éste de Papá Noel bonachón. Apuestas: o rollo de charleta o cosa simplona con lectura atropellada de los tres artículos de rigor del Código Civil.
Para sorpresa de todos, el alcalde hizo uso de un adecuado sentido del humor y fue ganándose el interés de todos a medida que transcurría su (aparentemente) improvisado discurso. Empezó por el mensaje principal: la idea de la pareja por encima de convencionalismos, pero sin olvidar la necesidad de éstos para regular la convivencia propia y con el resto de conciudadanos. En el desarrollo de su charla, expuso equilibradamente las razones por las que esa idea de pareja era lo primordial, pero también la utilidad de esos convencionalismos que, en el fondo, habían llevado a lo novios al salón de plenos. Supo incluir historias personales en los momentos precisos y hasta “colocarnos” mensajes institucionales de su municipio sin que pareciesen pegotes añadidos y forzados que alguien incluyó a última hora.
Consiguió ser solemne cuando había que serlo y amable y socarrón el resto del tiempo. Todo sin solución de continuidad, encajando las distintas fases como piezas de un rompecabezas perfectamente diseñado. Y como uno no puede dejar de ser profesional de lo suyo ni estando de boda, en cuanto percibí la buena gestión de la comunicación interpersonal que hacía el alcalde, en sus aspectos verbales, empecé a fijarme en las reacciones de los presentes. Resumo: nadie miraba el reloj, los jóvenes atendían con los ojos muy abiertos y gesto de “hoy toca clase magistral de las buenas”, los de mediana edad dirigían miradas de complicidad a sus parejas y los mayores sonreían (y reían) complacidos con la vista volcada hacia ellos mismos, hacia su experiencia.
Inicio, desarrollo y final del discurso perfectamente estructurados, provocando la percepción de que el ponente era uno más del grupo, que conocía a todos y cada uno de los presentes; que comunicaba teniendo en cuenta a los receptores, en suma. Le bastaron veinte minutos para que durante gran parte de la celebración que siguió inmediatamente después, en los corrillos se hablase de lo que dijo el alcalde, se opinase sobre los planteamientos de convivencia de las jóvenes parejas, se bromease parafraseando alguno de los párrafos del discurso…
Llegué a una conclusión con algunos colegas de profesión que coincidieron conmigo en la boda: si el discurso no estuvo técnicamente diseñado, las cualidades naturales de este hombre para la comunicación interpersonal son excepcionales. Tenía alguna pega, sí; nada que no se pueda arreglar con algo de entrenamiento. Como dirá uno de los personajes de Con faldas y a lo loco, “nadie es perfecto”. Y también, como en ese punto de la película, fundido a negro y fin.
Por Jesús Ortiz, Director del Área de Formación en Estudio de Comunicación