«Doctor: sufro de ‘techno-paranoia’”. Con esta frase me dirigí el otro día a mi médico de cabecera en busca de una solución para la claustrofobia que me produjo el visionado de “Black Mirror”, la serie de televisión británica que ha dejado en estado de shock a media población mundial. En tres actos, “Black Mirror” realiza una feroz crítica de la sociedad excesivamente tecnológica en la que vivimos, dejándonos un regusto amargo y varios caminos de reflexión en torno al papel, por ejemplo, de las redes sociales y de los medios de comunicación tradicionales.
Sin desmenuzar su argumento, porque aconsejo encarecidamente a todo el mundo que la vea, el primero de los capítulos de la serie nos presenta una situación altamente confidencial -por los actores implicados en ella y por lo que a seguridad del Estado se refiere- que estalla trágicamente en pedazos debido al irrefrenable tsunami que supone la comunicación del hecho y su consiguiente reproducción, hasta el infinito, en las redes sociales. La presentación descarnada de esta parábola de ficción pero con muchos visos de hacerse realidad me hace reflexionar sobre la conveniencia o no de poner “límites al campo” cibernético.
Algunos de los magnates de la comunicación en la red, como es el caso de Twitter, han sido los primeros en dar pasos en esta dirección, censurando los contenidos que puedan resultar ofensivos según los países en los que sean vistos. Una medida que ha levantado ampollas por considerarse en contra de la libertad de la expresión. Pero, ¿dónde poner los límite, máxime cuando, como es el caso que se presenta en “Black Mirror”, las redes sociales son utilizadas como vehículo de un chantaje que compromete a la seguridad nacional? Quizás tengamos que empezar a estudiar nuevos caminos para que esta ficción no se haga realidad.