El auge de los bulos relacionados con el atentado de Londres del pasado día 22 de marzo me lleva a reflexionar sobre los distintos aspectos que favorecen su difusión y sobre las maneras de combatir a esta especie de post-verdades. El caso de la mujer supuestamente insensible ante las víctimas del atentado es bastante llamativo. No se trata de un bulo stricto sensu, sino de una interpretación interesada de una imagen equívoca. Y es que la máxima de que “una imagen vale más que mil palabras” suele fallar más que una escopeta de feria.
Lo que en un principio revolucionó las redes sociales como un claro ejemplo de la indiferencia de la población musulmana ante las atrocidades cometidas por los yihadistas, no resistía la prueba del zoom. Un análisis mínimamente detallado sugería más bien la expresión de angustia, la llamada ansiosa a casa, el shock y el horror en el que al menos yo puedo imaginarme ente una situación como esta. En todo caso, faltaba información, mucha, para poder inferir cualquier absoluto de esta foto. Días más tarde, se difundía otro bulo, esta vez puro y duro, también con tintes islamófobos: la supuesta agresión de un musulmán a médicos y enfermeras en un centro de salud español. En este caso no había lugar a equívocos, lo único aparentemente claro era la ocurrencia de una agresión y la apariencia de centro médico del lugar, pero a la vista de las imágenes el agresor podía ser musulmán, budista o adventista del séptimo día y el lugar de la salvajada podía ser España, o como finalmente resultó, Novgorod.
Poco importó. El video se hizo viral y, aunque ya se sabe que el agresor era un borracho en Rusia, probablemente resurgirá en un tiempo con un título parecido.El primer factor del bulo, el emisor, queda muchas veces difuso. Se pueden adivinar, como en los dos casos anteriores, las intenciones, pero resulta muy difícil llegar a entender todo el contexto detrás de la primera mentira deliberada, más aún conocer la identidad del iniciador. Aparentemente más fácil resulta analizar el otro extremo del proceso que sirve a su vez de altavoz para el bulo de marras. Como en todo tipo de comunicación, la predisposición del receptor, bien por las propias creencias, opiniones y emociones, bien por la simple y llana credulidad, resulta clave para que el bulo sea efectivo y se transmita. Pero incluso cuando ninguno de esos dos factores se cumple, hay patrañas que logran penetrar en la opinión pública informada. Quizá no los más locos como el de las naranjas infectadas con sida o el del descuento por el 125 aniversario de Mercadona, pero sí otros como los comentados anteriormente.
En esos casos se aprovechaba la indignación que producen los atentados junto a la supuesta objetividad que se atribuye a las imágenes para conseguir un efecto que, al menos en un primer momento, pudo llegar a calar entre algunos de los que nos consideramos escépticos. Si a esto le añadimos el efecto “me lo manda un amigo” y la eliminación de intermediarios que caracterizan las redes sociales la capacidad de penetración de estos bulos aumenta notablemente. El escepticismo es el arma más obvia frente a la avalancha de bulos, pero se está convirtiendo en una de doble filo. Entre los seguidores acérrimos del rey del hoax Trump, y también en otras corrientes populistas, se estila un escepticismo subvertido y basado en la desconfianza en los medios tradicionales, la ciencia o las instituciones. Una conspiranoia que facilita enormemente la digestión de la posverdad.
Por Juan Manuel Bermejo, consultor sénior de Estudio de Comunicación España.